Hemos sido, somos, seremos y debemos ser un país minero, y es allí donde debemos aplicar nuestros esfuerzos para convertirnos en un país desarrollado y justo.

No es poco habitual que la discusión sobre la minería del cobre en Chile derive a planteamientos para que se industrialice al metal rojo en el territorio nacional, especialmente en tiempos como el actual, en que en el paisaje minero predominan las “vacas flacas”, con caída de ingresos por los bajos precios del cobre, menor inversión y empleo. El anhelo implícito de la aspiración industrializadora para la minería es que no vendamos la materia prima, sino productos con mayor valor agregado como tubos, alambres, cables o, mejor aún, ya los productos finales como bienes de consumo de línea blanca, automóviles, maquinaria, etc… De esta forma, se busca que el país no esté expuesto a la dependencia de las materias primas y sus brutales oscilaciones cíclicas.

Esta responsabilidad industrializadora no se restringe solo al cobre. Recordemos que en el inacabable debate sobre el litio, también han aparecido demandas para que se industrialice en Chile, con la idea de que las baterías de litio darían luego paso a la manufactura en el país de los celulares y otros equipos sofisticados de la era electrónica que está comenzando a imponerse en el mundo.

No hay chileno que no quisiera ver al país convertido en potencia económica, con muchas ramas industriales y de servicios plenas de competitividad internacional. Y también es cierto que la minería es la gran plataforma de desarrollo de Chile. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado en errar el diagnóstico a la hora de definir políticas que vinculen a la minería con la industrialización. Porque SÍ hay un camino para profundizar la industrialización del país a partir de la minería, pero NO es a partir de políticas que fuercen el surgimiento de industrias relacionadas donde no tenemos ventajas o que busquen atajos insostenibles en el tiempo, sino aquellas que se hagan a partir de la cuidadosa revisión de la historia, experiencias internacionales exitosas y un racional análisis de mercados mundiales donde exista espacio para la oferta chilena, todo ello con el fin de permitir trabajar tras un objetivo factible y no tras una quimera que generará desperdicio de energía, recursos y expectativas.

Para hacer un diagnóstico y una apuesta correcta entonces, se debe reconocer que la historia ha demostrado que las industrias competitivas no se sostienen sobre ventajas artificiales, sino sobre factores productivos donde existe verdadera competitividad respecto de otros países.

De esta forma, hay que decir con toda claridad que la mayor rentabilidad en la cadena productiva de la industria del cobre está al comienzo, en las minas, mientras que los negocios de fundición, refinación y luego manufactura del cobre refinado para producir bienes intermedios como los tubos o los cables, tienen rentabilidades mucho más bajas. Esta realidad no significa que Chile deba renunciar a tener fundiciones o plantas manufactureras de productos de cobre, pero sin duda que las prioridades deben estar claras a la hora de asignar los recursos en nuestra economía. Y también debe ser clara la necesidad de crear las condiciones para que las inversiones en fundiciones, refinerías y plantas manufactureras de productos de cobre sean competitivas en Chile, para lo cual se requiere energía barata (hacia donde parece encaminarse el país con la revolución de las energías renovables actualmente en curso), logística sofisticada para abaratar costos de transporte e investigación de avanzada que permita que estemos a la vanguardia en metalurgia. Valga la pena mencionar que hoy la vanguardia en tecnología metalúrgica del cobre está en China, no en Chile.

Pero hay un camino alternativo que está mucho más a la mano de nuestro país para aprovechar la alta gravitación de la minería. Si se observa el escenario internacional, hay países mineros que han logrado no solo el desarrollo económico, sino que los más altos estándares de vida en el mundo, como Australia, Canadá y algunos países nórdicos. Y allí casi no hay fundiciones y la producción de tubos y cables no es relevante. Lo que estos países han hecho es no filosofar sobre si es bueno o malo ser minero o explotador de bosque, sino apostar por hacer más competitivas sus industrias mineras, forestales y agrícolas, lo que se ha traducido en el desarrollo de una industria proveedora de bienes y servicios de alta calidad para explotar de manera limpia y rentable sus minas, bosques, tierras y mares, todos sus recursos naturales. Y es así como sus empresas proveedoras de equipos y servicios dominan este segmento de mercado mundial. Se han encadenado productivamente de manera horizontal. Es allí donde Chile debe competir y no perder el tiempo en las disquisiciones mentales shakesperianas del to be or not be, “ser minero o no ser minero. Hemos sido, somos, seremos y debemos ser un país minero, y es allí donde debemos aplicar nuestros esfuerzos para convertirnos en un país desarrollado y justo. No seremos nunca Alemania, pero sí podemos aspirar a tener una estructura productiva e indicadores económicos y sociales como los de Australia, Nueva Zelandia o Finlandia.

Hay definiciones importantes que el país debe adoptar para seguir este camino, pues hoy lamentablemente hay una orfandad de convicción para adoptar definiciones estratégicas de largo plazo y gran alcance. Iniciativas como las priorizaciones estratégicas de Corfo en energía solar, alimentos y minería y la Alianza Valor Minero han tomado el desafío, pero se requiere permear una base social, política y cultural muy amplia para que el mensaje sea adoptado por todo el país y se convierta entonces en una estrategia país. Es la hora de que las propuestas políticas de la ya lanzada campaña presidencial entienden esta encrucijada.

Juan Carlos Guajardo, Director ejecutivo Plusmining.

Fuente: El Libero